En una noche oscura
con ansias en amores inflamada
¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada;
a escuras, y segura
por la secreta escala disfrazada
¡oh dichosa ventura!
a escuras y en celada
estando ya mi casa sosegada. (...)
con ansias en amores inflamada
¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada;
a escuras, y segura
por la secreta escala disfrazada
¡oh dichosa ventura!
a escuras y en celada
estando ya mi casa sosegada. (...)
Como vemos, nuevos lenguajes y nuevos motivos hacen su aparición en la escena de las letras españolas del siglo XVI. Nuevos lenguajes, nuevos motivos, nuevos –y a la vez viejos– símbolos, nuevo lirismo de afluentes bíblicos, árabes y del italianizante Garcilaso de la Vega, todo resumido en dos palabras: “poesía mística”.
Pero, ¿qué es eso de “mística”. Mística, en palabras de Donald Attwater, en su Diccionario Católico, es el “conocimiento experimental de la presencia divina, en que el alma tiene, como una gran realidad, un sentimiento de contacto con Dios. Es lo mismo que contemplación pasiva...”. Pero contemplación, para el místico, no equivale a nihilismo, a quietud improductiva. Hay que acotar, como bien lo ha hecho Allison Peers, que el siglo del misticismo español, el siglo XVI, es el siglo de las conquistas, de la prosperidad y del genio español: Colón, Pizarro, Lope, Calderón, Tirso de Molina, Cervantes, Greco, Zurbarán, Velázquez... El mismo San Juan y Santa Teresa son ejemplos de la lucha y la acción terrenales por la creatividad y la justicia.
El misticismo español nace en un momento en el que la institución eclesiástica pasa por una de sus crisis más profundas. La corrupción, la avaricia, la carnalidad habían hecho morada en los obispos y clérigos. Carlomagno, mucho antes, había inquirido en tono irónico: “Rogamos a las gentes de Iglesia que nos expliquen lo que entienden por renunciar al mundo y en qué puede distinguirse a los que lo dejan de los que en él siguen”. Se denunciaba la similitud entre un obispo y un barón feudal, que dejaba en herencia las propiedades y el poderío a sus hijos. Muchas sectas surgieron por el inconformismo y la discrepancia de ideas: “Los hermanos del libre espíritu”, “Los begardos”, “Los luciferanos”, “Los flagelantes”, “Los bailarines”, “Los fatricelos”, “Los fideístas”, etc...
El ascetismo, por ejemplo, al igual que el misticismo buscaba la unión divina, con la diferencia de que el camino a seguir, para el ascético, era el de las renuncias y las flagelaciones. Para embellecer el alma debíase transitar por el camino estrecho y de los rigores. Por ello los cilicios –especie de faja de cadena con púas que se sujetaba fuertemente a la cintura, hasta encarnarla–, los latigazos y los ayunos. Se le exigía de tal manera al cuerpo que las visiones y los éxtasis no demoraban en hacer su aparición. Y es que el cuerpo era un estorbo, una envoltura, que por sus flaquezas y pasiones hacía máculas en el alma. En el mismo sentido, San Francisco de Asís, el santo de los grandes sacrificios y renuncias y el del gran amor hacia la naturaleza, aquel del “Hermano Sol y Hermana Luna”, llegó a nombrar a su propio cuerpo como el “Hermano Burro”.
Si la ascética es la espiritualidad de la renuncia, la mística es la espiritualidad de la misericordia. Con la mística nos hallamos con un Dios amoroso y no tan exigente. En la ascética la relación entre Dios y creyente es vertical, en donde todo el esfuerzo y voluntad del ascenso radica en el hombre, ante un Dios inconmovible. En el misticismo, el deseo de unión radica en ambos y el creyente asciende y el Dios desciende para el encuentro. Es un Dios activo. En el ascetismo, la unión con Dios es para privilegiados, idea a la que se opusieron los místicos. Para éstos, “el matrimonio espiritual del alma con Dios” era posible con una vida sencilla, retirada y bajo los preceptos bíblicos, que haría conducir a cada individuo –según las posibilidades de su alma y con variaciones de intensidad– hacia el encuentro con Dios. Por ello las antinomias, las contradicciones, que la mayoría de los críticos destacan en la obra de los místicos; antinomias que se presentan para ser canceladas y así alcanzar a Dios en la armonía total, o en lo cotidiano. Ya no más distinción entre cielo y tierra, entre amor humano y amor divino. En el mismo sentido Santa Teresa dirá: “Dios está entre los pucheros”.
Semejante idea no podía pasar inadvertida a los ojos de la Iglesia, basada en la relación vertical en la que los únicos interlocutores válidos eran los altos personajes eclesiásticos. Una “democratización de la experiencia divina” constituía una revolución que no convenía al clero. Por eso, San Juan de La Cruz, quien nació en 1542, en Fontiveros (Ávila), fue hecho preso en 1577. Y Santa Teresa, reformadora de los Carmelitas junto a Juan de La Cruz, también fue apresada por “fémina inquieta, andariega y contumaz”.
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