25 mayo, 2012

Los raros de la literatura venezolana



El poeta nicaragüense Rubén Darío publicó en 1896 un libro de ensayos titulado “Los raros”. En él exhibía una veintena de semblanzas biográficas de escritores de su predilección; entre ellos, Edgar Allan Poe, Paul Verlaine, Lautréamont, José Martí y otros más, unidos todos por el calificativo de “raros”.
Para Rubén Darío el término “raro” señalaba, más que una similitud estilística o temática, un afán de anticanon, de contracultura, de abrir los límites de la literatura hacia novedosos e insospechados lenguajes. Un “raro” en la literatura, para Rubén Darío, no era más que una “oveja negra” que no seguía ni se amoldaba a los dictados del canon ni al gusto del momento.
Al hablar de canon, evocamos la idea de norma, de ley, de modelo que sirve de centro y en cuya periferia circundan las obras marginales que anhelan ser parte del canon o, por el contrario, aniquilarlo y tomar su lugar. El canon es una fuerza invisible, casi como una fuerza gravitacional que, aunque no la veamos, posee la fuerza suficiente como para ser acatada por todos.
Algunos piensan que el canon, o la idea de valor artístico, resulta exclusivamente de una cualidad intrínseca de la obra y en esa perspectiva puede evidenciarse una idea racionalista de la literatura. Estudiar la literatura desde un enfoque racionalista consiste en observar el objeto de estudio como un hecho universal, como una pieza del lego de los valores y esencias autárquicas que no dependen de contextos, lenguas ni autores. En este sentido, el valor de la obra y su ubicación en el canon es un juego de desplazamientos entre textos, cual ley del más apto, cuya única categoría a evaluar radica en su calidad textual. Así, desde esta visión, la “Ilíada” es digna de imitar y leer independientemente del lugar donde se encuentre el lector y de su tiempo.
Existe una idea distinta para entender el canon y es la de la perspectiva empirista. Ella exige ver a la literatura como un producto cultural, identificada plenamente con su contexto, del cual emana su definición y peculiaridad. Así, el canon es entendido, al igual que en la perspectiva racionalista, como un juego de poderes y de conflictos, pero la diferencia es que no limita el valor y el juicio sólo al texto, sino que incluye como parte del sistema a una serie de instituciones y actores que participan y definen lo literario, más allá de sus cualidades intrínsecas. Las academias, las universidades, la crítica, los editores, los medios de comunicación, autores, lectores, premios, bienales, ente otros, se han constituido como “enunciadores de poder” que conforman y dan continuidad al canon.
Pero el canon, así sea visto como una esencia de la obra o como un producto de negociaciones y conflictos entre instituciones y prácticas culturales, siempre ha tenido al “raro” como una categoría que designa al fabricante de discursos que se oponen al poder de los juicios y valores imperantes. Un “raro” es aquel escritor cuya obra no encaja en los géneros considerados como literarios o cuya temática aborda elementos inusuales. Hoy, a pesar del giro epistemológico relativista que hemos experimentado desde el siglo XX que ha dado como resultado un repensar de las instituciones formadoras de canon, resquebrajando la idea misma de literatura y abriendo la posibilidad de considerar al humor, la pornografía, los graffitis, la canción y cualquier otro discurso con intención estética como parte de la literatura, el “raro” permanece, incólume en la periferia de los sistemas literarios, aunque su presencia sea notada con mayor dificultad por ese ensanchamiento de la idea de literatura y de cultura.
Ante estas consideraciones, no sería osado ni engorroso intentar elaborar una lista de “raros” de la literatura venezolana, a la manera de Rubén Darío, que incluya a escritores periféricos, transgresores de la norma y cuya propuesta de escritura resquebraje los gustos y concepciones de lo literario. Podría mencionar a Fray Juan Antonio Navarrete (1747-1814), con sus libros desmesurados, que invitan permanentemente al juego con el lector; a Rafael Bolívar Coronado (1884-1924) y su afrenta contra la figura del autor al crear más de seiscientos seudónimos; a Andrés Mariño Palacio (1927-1966) y su exploración hacia la maldad y lo grotesco; a Rafael José Muñoz (1928-1981) y su desvariada poesía impregnada de fórmulas matemáticas; a Pedro María Patrizi (1900-1949) y a Raúl Chuecos Picón (1891-1937) con sus inusitadas groserías y temas escabrosos de prostitutas y enfermedades venéreas en la pacata Mérida de principios del siglo XX; y a Emira Rodríguez (1929) y su experimentalismo en el decir poético.
Cada uno de estos “raros” ha aportado desde sus obras, sin hablar de sus peculiares historias de vida, el necesario cambio en la tradición literaria. Sin los “raros”, sin la continua afrenta y tensión que se produce en las fronteras de lo canónico, la literatura no sería más que una eterna, invariable y aburrida lista de páginas manchadas de tinta.
Seguramente habrá otros “raros” en la literatura venezolana, pero estos son “mis raros”. ¿Cuáles son los de ustedes?