El poeta nicaragüense Rubén Darío publicó en
1896 un libro de ensayos titulado “Los raros”. En él exhibía una veintena de
semblanzas biográficas de escritores de su predilección; entre ellos, Edgar
Allan Poe, Paul Verlaine, Lautréamont, José Martí y otros más, unidos todos por
el calificativo de “raros”.
Para Rubén Darío el término “raro” señalaba, más
que una similitud estilística o temática, un afán de anticanon, de
contracultura, de abrir los límites de la literatura hacia novedosos e
insospechados lenguajes. Un “raro” en la literatura, para Rubén Darío, no era
más que una “oveja negra” que no seguía ni se amoldaba a los dictados del canon
ni al gusto del momento.
Al hablar de canon, evocamos la idea de norma, de
ley, de modelo que sirve de centro y en cuya periferia circundan las obras
marginales que anhelan ser parte del canon o, por el contrario, aniquilarlo y
tomar su lugar. El canon es una fuerza invisible, casi como una fuerza
gravitacional que, aunque no la veamos, posee la fuerza suficiente como para
ser acatada por todos.
Algunos piensan que el canon, o la idea de valor artístico, resulta
exclusivamente de una cualidad intrínseca de la obra y en esa perspectiva puede
evidenciarse una idea racionalista de la literatura. Estudiar la
literatura desde un enfoque racionalista consiste en observar el objeto de
estudio como un hecho universal, como una pieza del lego de los valores y
esencias autárquicas que no dependen de contextos, lenguas ni autores. En este
sentido, el valor de la obra y su ubicación en el canon es un juego de
desplazamientos entre textos, cual ley del más apto, cuya única categoría a
evaluar radica en su calidad textual. Así, desde esta visión, la “Ilíada” es
digna de imitar y leer independientemente del lugar donde se encuentre el
lector y de su tiempo.
Existe una idea distinta para
entender el canon y es la de la perspectiva empirista. Ella exige ver a la
literatura como un producto cultural, identificada plenamente con su contexto,
del cual emana su definición y peculiaridad. Así, el canon es entendido, al igual que en la perspectiva racionalista,
como un juego de poderes y de conflictos, pero la diferencia es que no limita el
valor y el juicio sólo al texto, sino que incluye como parte del sistema a una
serie de instituciones y actores que participan y definen lo literario, más
allá de sus cualidades intrínsecas. Las academias, las universidades, la
crítica, los editores, los medios de comunicación, autores, lectores, premios,
bienales, ente otros, se han constituido como “enunciadores de poder” que
conforman y dan continuidad al canon.
Pero el canon, así sea visto como
una esencia de la obra o como un producto de negociaciones y conflictos entre
instituciones y prácticas culturales, siempre ha tenido al “raro” como una
categoría que designa al fabricante de discursos que se oponen al poder de los
juicios y valores imperantes. Un “raro” es aquel escritor cuya obra no encaja
en los géneros considerados como literarios o cuya temática aborda elementos
inusuales. Hoy, a pesar del
giro epistemológico relativista que hemos experimentado desde el siglo XX que
ha dado como resultado un repensar de las instituciones formadoras de canon,
resquebrajando la idea misma de literatura y abriendo la posibilidad de
considerar al humor, la pornografía, los graffitis, la canción y cualquier otro
discurso con intención estética como parte de la literatura, el “raro”
permanece, incólume en la periferia de los sistemas literarios, aunque su presencia
sea notada con mayor dificultad por ese ensanchamiento de la idea de literatura
y de cultura.
Ante estas consideraciones, no sería osado ni
engorroso intentar elaborar una lista de “raros” de la literatura venezolana, a
la manera de Rubén Darío, que incluya a escritores periféricos, transgresores
de la norma y cuya propuesta de escritura resquebraje los gustos y concepciones
de lo literario. Podría mencionar a Fray Juan Antonio Navarrete (1747-1814),
con sus libros desmesurados, que invitan permanentemente al juego con el
lector; a Rafael Bolívar
Coronado (1884-1924) y su afrenta contra la figura del autor al crear más de
seiscientos seudónimos; a Andrés Mariño Palacio (1927-1966) y su exploración hacia la maldad y lo grotesco; a Rafael José Muñoz (1928-1981) y su desvariada poesía impregnada de
fórmulas matemáticas; a Pedro
María Patrizi (1900-1949) y a Raúl Chuecos Picón (1891-1937) con sus inusitadas groserías y temas escabrosos de
prostitutas y enfermedades venéreas en la pacata Mérida de principios del siglo
XX; y a Emira Rodríguez (1929) y
su experimentalismo en el decir poético.
Cada uno de estos “raros” ha
aportado desde sus obras, sin hablar de sus peculiares historias de vida, el
necesario cambio en la tradición literaria. Sin los “raros”, sin la continua
afrenta y tensión que se produce en las fronteras de lo canónico, la literatura
no sería más que una eterna, invariable y aburrida lista de páginas manchadas de
tinta.
Seguramente habrá otros “raros” en la literatura venezolana, pero estos
son “mis raros”. ¿Cuáles son los de ustedes?
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