06 diciembre, 2013

Ramón Isidro Montes: una lumbre perenne

Ramón Isidro Montes, el domingo 26 de mayo de 1889, escribió febrilmente en su diario: “Salí a caballo y después de haber visitado las tumbas de mis padres y de mis hijos, estuve en La Magdalena y di vuelta por San José: vine poco antes de las 9 y leí los periódicos. Hoy me he sentido muy desmayado”.
Sería la última nota que escribiría ya que, dos semanas después, a sus 62 años, murió en la misma tierra que lo vio nacer y a la cual había ofrendado su vida y trabajo como uno de los más notables intelectuales de la Guayana decimonónica. Abogado, senador, presidente de la Corte Suprema de Justicia, pedagogo, fundador del Colegio Nacional de Guayana, poeta, novelista, orador, precursor de los estudios universitarios guayaneses y autor de varios textos educativos, la vida de Ramón Isidro Montes permite vislumbrar una época de construcción de ciudadanía y de arraigo de lo público que afloró en la Ciudad Bolívar de la segunda mitad del siglo XIX.
A pesar de su destacada, productiva e intachable labor y trayectoria de vida, la figura de Ramón Isidro Montes a duras penas logra mantenerse aferrada a la memoria histórica gracias a que algunas instituciones educativas del país han decidido llevar su nombre. Ese pequeño homenaje ha logrado conservar la llama viva del insigne guayanés, del Andrés Bello de Ciudad Bolívar, aguardando aún por el pleno reconocimiento que reviva el interés por su obra y reanime el estudio sobre su colosal ideario.
En 1891, a dos años de la muerte de Ramón Isidro Montes, su hijo Félix Montes editó una selección de su trabajo literario, pedagógico y político en un libro que llevó por título Ensayos poéticos y literarios. En sus más de 560 páginas, los valores de honradez, justicia, trabajo, constancia, solidaridad y patriotismo se desprenden de las ideas de Ramón Isidro Montes, expresadas en un espléndido uso del lenguaje; no gratuitamente, Ramón Isidro Montes era considerado el mejor orador de su época. Sus ideas políticas, las cuales fomentaban el federalismo y la libertad, al igual que sus reflexiones educativas, que alentaban una instrucción conectada con la realidad sin descuidar la formación ética y ciudadana, hacen de Ramón Isidro Montes uno de los intelectuales de mayor solidez en la historia venezolana, a la par de Valentín Espinal, Cecilio Acosta y Fermín Toro, entre otros. Sin exagerar, su discurso del 27 de octubre de 1868, pronunciado en el Colegio del Estado Guayana, contiene la mejor evaluación de la educación venezolana del siglo XIX que se haya escrito en su momento y propone además una innovadora reforma a la instrucción pública, descentralizada, contextualizada y con miras al progreso material y espiritual de la nación:
“Es necesario instruir y educar desde su más tierna edad a los futuros ciudadanos, a fin de que conozcan sus deberes, comprendan sus derechos y sepan hacer uso de su actividad física, moral e intelectual, en provecho propio, en bien de sus semejantes, en honra y progreso de su país. La primera condición para el recto ejercicio de la soberanía en el ciudadano, es la inteligencia, la conciencia de los deberes y de los derechos en el individuo. Es preciso primero saber ser hombres para saber después ser ciudadanos. No puede aspirar justamente al mando y dirección de la sociedad, al gobierno de los demás, quien no sabe gobernarse a sí mismo”.
Ramón Isidro Montes llevó registro de los últimos 23 años de su vida en un diario, en el cual, día tras día, anotaba las impresiones cotidianas y variadas reflexiones sobre el acontecer político, cultural, económico y social de la Venezuela de la segunda mitad del ochocientos. Este diario, conformado por 45 cuadernos que inician el 2 de febrero de 1866 y finalizan el 26 de mayo de 1889, 14 días antes de su muerte, contiene varios datos que pueden darnos una imagen sobre su mentalidad y sobre la vida cotidiana de la Ciudad Bolívar de aquel entonces.
No creo que haya mejor homenaje y recuerdo a su memoria que emprender la labor de edición de sus diarios, para que las palabras, las ideas y la visión de mundo de este guayanés que tanto hizo por el estado Bolívar siga perdurando en la memoria de sus coterráneos, cual lumbre perenne.

05 diciembre, 2013

Para una historia literaria del estado Bolívar


Cuando pienso en la pertinencia y tino de categorías y nociones empleadas en los estudios literarios, me da por recordar la vieja polémica planteada hace algunos años por el Padre Pedro Pablo Barnola acerca de la primera novela venezolana. Decía el eminente crítico y estudioso de la lengua que “Zárate” (1882), de Eduardo Blanco, debía ser considerada como la obra que inaugura la novelística en nuestro país, y no “Los Mártires” (1842), de Fermín Toro, pues este era un relato ambientado en la Inglaterra de mediados del siglo XIX y aquella, “Zárate”, representaba temas, ambientes y personajes nacionales. A pesar de que las dos obras fueron escritas por venezolanos, Barnola hacía énfasis en el contenido para identificar la adscripción de nacionalidad. ¿Es literatura venezolana sólo la que habla de nuestro territorio, la que es hecha por venezolanos o la que es producida dentro de las fronteras de nuestro país? Con tales argumentos podríamos incluir a “El soberbio Orinoco” del francés Julio Verne o “Los pasos perdidos” del cubano Alejo Carpentier como parte de nuestro haber cultural y, por el contrario, tomar como literatura extranjera a “La tienda de muñecos” del larense Julio Garmendia porque fue redactada fuera de nuestro país y además porque no representa nuestro clima ni costumbres. Este tipo de enredos ocurre cuando nos empeñamos en adosarle adjetivos a la literatura: venezolana, vanguardista, decimonónica, femenina... Categorías estas de “nación”, “ideología”, “historia” y “género” que debido al resquebrajamiento de la postmodernidad terminaron siendo nociones huecas sin utilidad ni sentido.
“Región” fue otra víctima de la crisis de fundamentos y en el caso de las “literaturas regionales” no ha sido distinta la situación de incertidumbre. Empañadas por los supuestos brillos y oropeles de la capital, los estudios sobre literatura regional no han logrado pasar de ser curiosidad de cronistas y faena de inconformes que ven en el canon cultural venezolano una incompleta lista de obras y autores, reduciéndose su labor a simple réplica al discurso excluyente del poder o como apéndice a la lista canónica.
A pesar de ello, algunas tentativas por historiar la literatura del estado Bolívar han visto luz en nuestros predios. Uno de los primeros fue el realizado por José Manuel Agosto Méndez en 1936 con un ensayo titulado “Letras vernáculas”, en el cual se propuso, según dice él mismo en el subtítulo de la obra, una “rápida ojeada sobre la literatura en Bolívar, los prosadores, los poetas, la mujer guayanesa escritora, periodismo y centros literarios, recitales poéticos” y culmina con una pregunta nada sencilla a la cual intenta dar respuesta: “¿ha contribuido la literatura regional al esplendor de la venezolana?”.
Aunque no llega a ser propiamente una historia, “Letras vernáculas” de Agosto Méndez sirve de peldaño para otear el pasado de nuestra literatura y además, con sus ausencias y olvidos, permite imaginar hoy día una posible y necesaria historia de la literatura del estado Bolívar, acorde con las nuevas perspectivas de la ciencia histórica y de los estudios literarios, que trascienda la vapuleada noción de “región” y cuyas pautas generales podrían estar señaladas por los siguientes criterios:

  • Para emprender una historia de la literatura del estado Bolívar debe concebirse lo literario como un fenómeno cultural imbricado por múltiples factores, por infinidad de signos y territorios. Debe percibir, dentro del límite de los discursos estéticos y lúdicos, todo el espesor, todas las voces, todos los pliegues que hacen de la imaginación llevada a palabra (oral o escrita) una práctica social.
  • Una historia de la literatura del estado Bolívar no debe aducir generaciones ni movimientos ni convertirse en una farragosa lista de autores, fechas y obras. Por el contrario, la historia debe visibilizar la diversidad literaria, cuyas manifestaciones escritas y orales deben tener cabida en sus páginas. ¿Dónde están las historias literarias que muestran los cambios y evoluciones y que ciernen géneros acerca de la producción literaria de las variadas lenguas indígenas? ¿Dónde las historias que registran las tradiciones populares, los chistes, los grafitis y las décimas y calipsos, por nombrar sólo algunas manifestaciones que podrían ser consideradas como literatura?
  • Una historia de la literatura del estado Bolívar debe exhibir un criterio histórico dinámico, con el cual pueda percibirse el sentido activo de las expresiones literarias, sus matices y su espesor, relacionando la obra literaria con su contexto, sí, pero no encerrando el fenómeno literario en la única época de su creación, corriendo el riesgo del reduccionismo o taxidermia cultural. Esta falsa idea de las historias literarias de ver las obras como signos anclados a su contexto, incapaces de trascender en el tiempo y que hace invisible, por ejemplo, las lecturas e influencias de una novela como Doña Bárbara en las generaciones posteriores, son un síntoma de la perenne ausencia del lector en el desarrollo de la historiografía.
  • Una historia de la literatura bolivarense debe saberse presa de las concepciones de la periodización, pues es imposible una historia sin la mediación de marcos cronológicos sistematizables; la cronología es condición ineludible para la existencia de la historia. Sin embargo, la periodización de una historia literaria debe partir, aunque suene a verdad de Perogrullo, de los signos ofrecidos por el hecho literario mismo. Una propuesta de periodización debe ir al ritmo que brinden las obras, no que las obras sean las que deban adaptarse, cual cama de Procusto, a la medida de los periodos previamente establecidos.

Realmente merecemos una historia de la literatura del estado Bolívar que sea espejo de nuestros sueños y angustias, de nuestros cantos y diatribas, para poder afirmar, como lo hizo José Manuel Agosto Méndez, que “entonces sí se habrá escrito con legítima propiedad la Historia de nuestras Bellas Letras”. Una ingente y necesaria tarea por realizar.