Cuando pienso en la pertinencia y
tino de categorías y nociones empleadas en los estudios literarios, me da por
recordar la vieja polémica planteada hace algunos años por el Padre Pedro Pablo
Barnola acerca de la primera novela venezolana. Decía el eminente crítico y
estudioso de la lengua que “Zárate” (1882), de Eduardo Blanco, debía ser
considerada como la obra que inaugura la novelística en nuestro país, y no “Los
Mártires” (1842), de Fermín Toro, pues este era un relato ambientado en la Inglaterra de mediados
del siglo XIX y aquella, “Zárate”, representaba temas, ambientes y personajes
nacionales. A pesar de que las dos obras fueron escritas por venezolanos, Barnola
hacía énfasis en el contenido para identificar la adscripción de nacionalidad.
¿Es literatura venezolana sólo la que habla de nuestro territorio, la que es hecha
por venezolanos o la que es producida dentro de las fronteras de nuestro país?
Con tales argumentos podríamos incluir a “El soberbio Orinoco” del francés
Julio Verne o “Los pasos perdidos” del cubano Alejo Carpentier como parte de
nuestro haber cultural y, por el contrario, tomar como literatura extranjera a
“La tienda de muñecos” del larense Julio Garmendia porque fue redactada fuera
de nuestro país y además porque no representa nuestro clima ni costumbres. Este
tipo de enredos ocurre cuando nos empeñamos en adosarle adjetivos a la
literatura: venezolana, vanguardista, decimonónica, femenina... Categorías estas
de “nación”, “ideología”, “historia” y “género” que debido al resquebrajamiento
de la postmodernidad terminaron siendo nociones huecas sin utilidad ni sentido.
“Región” fue otra víctima de la
crisis de fundamentos y en el caso de las “literaturas regionales” no ha
sido distinta la situación de incertidumbre. Empañadas por los supuestos brillos
y oropeles de la capital, los estudios sobre literatura regional no han logrado
pasar de ser curiosidad de cronistas y faena de inconformes que ven en el canon
cultural venezolano una incompleta lista de obras y autores, reduciéndose su
labor a simple réplica al discurso excluyente del poder o como apéndice a la
lista canónica.
A pesar de ello,
algunas tentativas por historiar la literatura del estado Bolívar han visto luz
en nuestros predios. Uno de los primeros fue el realizado por José Manuel
Agosto Méndez en 1936 con un ensayo titulado “Letras vernáculas”, en el cual se
propuso, según dice él mismo en el subtítulo de la obra, una “rápida ojeada sobre
la literatura en Bolívar, los prosadores, los poetas, la mujer guayanesa
escritora, periodismo y centros literarios, recitales poéticos” y culmina con
una pregunta nada sencilla a la cual intenta dar respuesta: “¿ha contribuido la
literatura regional al esplendor de la venezolana?”.
Aunque no llega
a ser propiamente una historia, “Letras vernáculas” de Agosto Méndez sirve de
peldaño para otear el pasado de nuestra literatura y además, con sus ausencias
y olvidos, permite imaginar hoy día una posible y necesaria historia de la
literatura del estado Bolívar, acorde con las nuevas perspectivas de la ciencia
histórica y de los estudios literarios, que trascienda la vapuleada noción de
“región” y cuyas pautas generales podrían estar señaladas por los siguientes criterios:
- Para emprender una historia de la literatura del estado Bolívar debe concebirse lo literario como un fenómeno cultural imbricado por múltiples factores, por infinidad de signos y territorios. Debe percibir, dentro del límite de los discursos estéticos y lúdicos, todo el espesor, todas las voces, todos los pliegues que hacen de la imaginación llevada a palabra (oral o escrita) una práctica social.
- Una historia de la literatura del estado Bolívar no debe aducir generaciones ni movimientos ni convertirse en una farragosa lista de autores, fechas y obras. Por el contrario, la historia debe visibilizar la diversidad literaria, cuyas manifestaciones escritas y orales deben tener cabida en sus páginas. ¿Dónde están las historias literarias que muestran los cambios y evoluciones y que ciernen géneros acerca de la producción literaria de las variadas lenguas indígenas? ¿Dónde las historias que registran las tradiciones populares, los chistes, los grafitis y las décimas y calipsos, por nombrar sólo algunas manifestaciones que podrían ser consideradas como literatura?
- Una historia de la literatura del estado Bolívar debe exhibir un criterio histórico dinámico, con el cual pueda percibirse el sentido activo de las expresiones literarias, sus matices y su espesor, relacionando la obra literaria con su contexto, sí, pero no encerrando el fenómeno literario en la única época de su creación, corriendo el riesgo del reduccionismo o taxidermia cultural. Esta falsa idea de las historias literarias de ver las obras como signos anclados a su contexto, incapaces de trascender en el tiempo y que hace invisible, por ejemplo, las lecturas e influencias de una novela como Doña Bárbara en las generaciones posteriores, son un síntoma de la perenne ausencia del lector en el desarrollo de la historiografía.
- Una historia de la literatura bolivarense debe saberse presa de las concepciones de la periodización, pues es imposible una historia sin la mediación de marcos cronológicos sistematizables; la cronología es condición ineludible para la existencia de la historia. Sin embargo, la periodización de una historia literaria debe partir, aunque suene a verdad de Perogrullo, de los signos ofrecidos por el hecho literario mismo. Una propuesta de periodización debe ir al ritmo que brinden las obras, no que las obras sean las que deban adaptarse, cual cama de Procusto, a la medida de los periodos previamente establecidos.
Realmente
merecemos una historia de la literatura del estado Bolívar que sea espejo de
nuestros sueños y angustias, de nuestros cantos y diatribas, para poder
afirmar, como lo hizo José Manuel Agosto Méndez, que “entonces sí se habrá
escrito con legítima propiedad la
Historia de nuestras Bellas Letras”. Una ingente y necesaria
tarea por realizar.
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