A veces siento esta ciudad, Puerto Ordaz, como un lugar que no termina de hacerse, como un conglomerado de casas que están en el aire y que, a ratos, tienden a irse en picada. Esta ciudad-maqueta se me muestra extraña, ajena, como si requiriera de un manual de uso para recorrer sus calles; de todo menos una ciudad.
Como llevo en la sangre la antigua ciudad colonial, como he vivido y sufrido desde mi infancia el damero que hace que la realidad sea monótona y predecible, en estas anchas avenidas con aceras de adorno (pues sólo un loco camina con estos rayos de sol "parte piedras"), sin plaza Bolívar ni catedral, me siento desorientado.
En Puerto Ordaz los centros comerciales sustituyen a la plaza de mi infancia y confieso que aún me cuesta encontrar las palomas, las ardillas y los viejos que leen la prensa entre las tiendas de comida rápida, las ventas de celulares y los salones de belleza.
Como llevo en la sangre la antigua ciudad colonial, como he vivido y sufrido desde mi infancia el damero que hace que la realidad sea monótona y predecible, en estas anchas avenidas con aceras de adorno (pues sólo un loco camina con estos rayos de sol "parte piedras"), sin plaza Bolívar ni catedral, me siento desorientado.
En Puerto Ordaz los centros comerciales sustituyen a la plaza de mi infancia y confieso que aún me cuesta encontrar las palomas, las ardillas y los viejos que leen la prensa entre las tiendas de comida rápida, las ventas de celulares y los salones de belleza.
Cada ciudad se configura de manera diferente, no es lo mismo la calidez de un pueblo a la mirada llena de estadística e ingeniería con que se va desarrollando una ciudad. No se puede negar que a Puerto Ordaz le falta más calidez, más candor humano entre sus calles, tal vez por eso se pueda decir que es una ciudad de pobres corazones, pero debe hacerlo de acuerdo a una configuración propia que aún anda buscando.
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