04 marzo, 2007

Te doy mi palabra...


La escritura era una aberración para los antiguos. Si las Musas eran hijas de la diosa Memoria, la escritura, con sus triquiñuelas en contra de la preservación de la memoria al volver perezosos a los seres humanos, atacaría la existencia misma de la cultura. Eso era durante la Antigüedad, cuya cultura en su totalidad estaba basada en la oralidad. Pongamos como ejemplo ilustrativo aquella conocida frase que dice en latín: “Verba volant, scripta manent” (“La palabra vuela, lo escrito permanece”). Para nosotros tiene un significado distinto. Pensamos que los antiguos quisieron decir que lo escrito tiene superioridad ante la palabra porque ésta es pasajera y aquella puede resistir los embates del tiempo. Pero en un principio no fue así. Esa frase significaba que la palabra tenía más valor que lo escrito porque la oralidad podía ir de oreja en oreja y de labio en labio y transportarse hasta los más apartados rincones de la geografía; en cambio lo escrito permanece en los límites de su soporte, sólo ante la vista de unos pocos que podían conocer las artes de la lectoescritura.
La oralidad era entonces la dueña y señora de los dominios de la cultura. Pero ella, la oralidad, debía servirse de una práctica que le asegurara una mínima coherencia en el transcurrir del tiempo. Esa práctica era la Memoria. El anciano de la tribu que ante el fuego hablaba de los tiempos de la creación a los más jóvenes, tenía necesariamente que mantener la misma historia en la noche siguiente; así preservaba la tradición de su comunidad y permitía mantener con vida el vínculo cultural de su pueblo. En la antigua Grecia, por ejemplo, se tenía por obligatorio en sus escuelas que los alumnos aprendieran de memoria los poemas de Homero; en la Edad Media, en la Universidad de Salamanca, uno de los requisitos para que una persona pudiera dar clases en sus claustros era que recitara de memoria las obras de Aristóteles; y un último ejemplo para ilustrar la importancia de la memoria y la oralidad en la Antigüedad es el caso de Itelio, un rico de la antigua Roma quien era dueño de una biblioteca, pero su biblioteca no estaba formada por libros, sino por doscientos esclavos memoristas. Cada esclavo sabía de memoria un libro entero. Entonces la memoria era el hilo que zurcía los territorios; no gratuitamente la palabra “comunidad” posee el mismo origen etimológico de la palabra “comunicación”. Una lengua común, una escritura común, una memoria común, hacen una comunidad. Por ello los griegos llamaban “bárbaros” (bar-bar, sin lengua) a todo aquel que no hablara la lengua del imperio y era tratado como un extraño; los antiguos polacos llamaban “mudos” a sus vecinos los alemanes y la frase “háblame en cristiano” dicha por los hispanohablantes evidencia una necesidad de identificación con los interlocutores y hacerlos parte de su cultura.
En Hispanoamérica no fue distinta la situación con respecto a la oralidad y la memoria. Durante los años previos a la Independencia la idea de libertad comenzó a expandirse rápidamente por todos los confines del continente. ¿Cómo pudo ser eso sin la existencia de medios de comunicación? La respuesta a ello podemos conseguirla en los juglares y trovadores que llevaban en forma de canto las noticias de pueblo en pueblo. Famosa es la “Carmañola americana”, de autor anónimo y compuesta en 1797, canción que decía, entre otras cosas: “Todos los reyes del mundo / son igualmente tiranos / y uno de los mayores/ es ese infame Carlos”...
Pero la oralidad dejó de ser reina y le cedió el paso a la escritura. Toda nuestra civilización occidental confió entonces su cultura a la escritura y, hasta el día de hoy, lo escrito es reino sagrado del saber e instrumento para el poder. La escritura es cultura y la oralidad quedó refugiada en los pliegues de lo “popular”. Lo oral versus lo escrito llevó así a configurar un paradigma cultural que hacía ver en lo escrito la verdad y en lo oral el carnaval de lo pasajero. Ángel Rama, en un concienzudo trabajo que lleva por título La ciudad letrada, menciona al respecto la idea de una "diglosia" característica de la sociedad latinoamericana. Esta diglosia está representada por dos lenguas conformadoras y delimitadoras del poder:

"Una fue la pública y de aparato, que resultó fuertemente impregnada por la norma cortesana procedente de la península, la cual fue extremada sin tasa cristalizando en formas expresivas barrocas de sin igual duración temporal. Sirvió para la oratoria religiosa, las ceremonias civiles, las relaciones protocolares de los miembros de la ciudad letrada y fundamentalmente para la escritura, ya que sólo esta lengua pública llegaba al registro escrito. La otra fue la popular y cotidiana utilizada por los hispano y lusohablantes en su vida privada y en sus relaciones sociales dentro del mismo estrato bajo".

En definitiva, la oposición voz/escritura, más allá de una inocente categorización, encubre una dictadura del canon, que, levantada de manera programática, se asume como modelo privilegiado por sobre todas las otras manifestaciones culturales. Lo escrito es lo que vale en este paradigma, haciendo a la “palabra de hombre” una frase hueca y sin valor. Para que lo tenga hay que ponerlo por escrito…

2 comentarios:

  1. Amigo Diego, muchísimas gracias por tan excelente artículo. Me impresionó el saber del cambio de significado que tuvo lo de las palabras llevadas por el viento. Un gran saludo

    ResponderBorrar
  2. Amigo Luis, gracias a ti por el comentario. Lo del cambio del significado de la frase puedes verlo mejor en un ensayo de Borges llamado "El libro", si mal no recuerdo.

    ResponderBorrar