17 marzo, 2007

Esa naturaleza que todos llevamos dentro...

Henry Rousseau. "La encantadora de serpientes", 1907.

¡He ahí Cipango!

Recién hallada esta inmensa masa de tierra americana, la primera labor de la literatura no era otra que la de registrar –con todo el asombro del caso– toda esa flora y fauna ajena al ojo del conquistador. Describir, clasificar, fundar fue el objetivo de los cronistas, quienes con la criba de la fantasía medieval, la solemnidad clásica y el relato bíblico llevaron cernida a la mente europea la novísima realidad de América. Así, donde había un manatí veían una sirena homérica; donde ocurrió un cruento exterminio indígena se relataba un combate aquileo; donde veían un reconfortante lugar de clima templado se mencionaba al Paraíso –con manzanas y unicornios incluidos–. Esta actitud rigió todo el proceso escriturario de la conquista y la colonia dando al escritor el estatuto de traductor de realidades. Entonces, la naturaleza americana era otra; o para decirlo con términos de modista, lo nuevo era vestido con ropajes antiguos.
Este código cultural tuvo por función justificar los actos de la conquista, con su esclavitud y sus vejámenes, ya que al postular al indígena como “Buen Salvaje” y al hábitat como el Paraíso que le fue despojado en tiempos remotos, no quedaba otra alternativa que “domesticar” al ingenuo y liberarlo de todo pecado para que los cobijara el dios cristiano. Esto explica la pasividad del referente en la literatura de la conquista. El paisaje era representado como un simple telón de fondo, delante del cual los hechos sucedían sin el más mínimo cambio de escenario.
Esta pasividad del paisaje se mantuvo desde 1492 hasta muy entrado el siglo XIX, pasando incluso por el proceso de “autonomización” emprendido por Andrés Bello y logrado con maestría por Rubén Darío, en el que se rogaba la exaltación del escenario americano, pidiendo “el abandono de la culta Europa”.

La naturaleza solemne de Bello

En su “Silva a la agricultura de la zona tórrida”, Andrés Bello encomia a los creadores decimononos a cristalizar la realidad americana en una literatura que respondiera a la recién creada idea de nación. Pero la propuesta de Bello quedó en ensayo; sus motivaciones americanas no pasaron de ser largas listas donde se enumeraban productos del nuevo continente siempre en contraste con la tradición europea. La naturaleza, en cambio, quedó rezagada como cosa solemne, inalterable, como dios indolente y aburrido en un Olimpo solitario. Esa visión de la naturaleza resume la actitud clásica del gran maestro de las letras americanas.

La naturaleza intimista de Lazo Martí

Pero en el alma rompió un hervor de sentimientos, y con la aparición del romanticismo la naturaleza dejó de ser simple telón para convertirse en pantalla para la proyección del ánimo de los personajes. Si Efraín –en “María”– estaba desesperanzado, el cielo teñía de un rojo melancólico; si nos acercamos a la patria luego de varios años de ausencia y la observamos tras las barandas del vapor -como lo vio Pérez Bonalde-, el sol despunta ahuyentando toda neblina.
Si con Bello la naturaleza era telón, con Francisco Lazo Martí se transforma en un actor de reparto. La naturaleza se humanizaba para reforzar los sentimientos que desbordaban en el texto.

La naturaleza existencial de Gerbasi

El hombre intuía el inminente despojo de su entorno. La velocidad que adquirió lo cotidiano permitía, por gracia o desgracia, vivir varios mundos en una sola vida haciendo lejano e irrecuperable el mundo primigenio, nuestra edad de oro. Como previsión, guardamos la naturaleza en el bolsillo del alma. La hicimos hueso y carne propios para con ello fundar una identidad, una casa materna, como útero, en el que transcurre la amada infancia:

Te amo, infancia, te amo
porque aún me guardas un césped con cabras,
tardes con cielos de cometas
y racimos de frutas en los pesados ramajes
(...)
¿Aún existen los naranjos
que plantó mi padre en el patio de la casa
el horno donde mi madre hacía el pan
y doradas roscas con azúcar y canela?

(“Te amo infancia”. Gerbasi, 1986)


La naturaleza entonces con Vicente Gerbasi (1915-1992) consiguió refugio en el poeta mismo, haciéndose paisaje interior y realizándose en una ontología zoológica y herborea, en un decirse a través de la naturaleza. Y es que ese doble horizonte que aprisiona al hombre, horizonte de “las cosas de que nos vemos rodeados, las cosas compañeras y extrañas”; y ese otro, “que queda detrás en el olvido”, como diría María Zambrano, circunda el existir y nos constituye corporal y mentalmente.
“Existo por razones de espacio”, había dicho Gerbasi en su poemario Retumba como un sótano del cielo (1977). Esa justificación de la existencia se manifiesta en la utilización por parte del poeta de símbolos que remiten a una idealización de la naturaleza, además de la presencia de imágenes penumbrosas, “místicas”, en las que un “animismo poético” guía la creación del mundo de Gerbasi.
Entonces, la representación de la naturaleza en la historia de la literatura venezolana ha tenido un tránsito que va de lo externo y decorativo, pasando por ser espejo mismo de las inquietudes del alma, hasta llegar a ser creadora misma de las pasiones. Un viaje hacia el interior del ser humano.

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