En cierta ocasión el peculiar escritor italiano Giovanni Papini se atrevió a proponer ante reconocidos catedráticos de Turín la siguiente idea para ser aplicada en las universidades de principios del siglo XX:
“1) Supresión de los programas generales y particulares y de los cursos obligatorios. 2) Supresión de los exámenes de cualquier tipo; los exámenes deben reservarse para los concursos a cargos o empleos. 3) Supresión de los cursos oficiales dados por los profesores. Estos podrían, si quisieran, dar cursos de conferencias sobre temas especiales estudiados por ellos, pero no sería obligatorio, para los estudiantes, frecuentarlos, y no darían, como se ha dicho, ocasión a exámenes”.
Palabras más, palabras menos, Papini proponía la abolición de las clases en las universidades y ensayar así una nueva forma de relación con el saber. Según Papini, el profesor no detenta el conocimiento y el estudiante no es ya un cerebro vacío que, cual estación de autoservicio, espera su turno para ser llenado con fechas, fórmulas y nombres; información inconexa con la vida misma. Es más, el estudiante dejará ya de ir a la universidad con el fin de buscar un certificado que le permita conseguir un cupo en el mercado de trabajo. Las destrezas para el trabajo debe obtenerlas en el trabajo mismo, empresas, fábricas, hospitales, lugares donde deben abrirse espacios para la formación de sus futuros empleados. La universidad, según el escritor italiano, debe estar para otra cosa: para la creación del saber, para la discusión universal; una nueva academia platónica.
Imaginen el ceño fruncido de los académicos que oían las palabras de Papini en 1919. Imaginen los ceños fruncidos de los profesores universitarios de hoy día que dirán: “Eso es una locura. ¿Y si no damos clase entonces qué haremos?”. Creo que las palabras finales de Papini hicieron sudar a los catedráticos de Turín, mientras se reacomodaban en sus sillas y jugaban intranquilos con sus lentes de aumento:
“1) Supresión de los programas generales y particulares y de los cursos obligatorios. 2) Supresión de los exámenes de cualquier tipo; los exámenes deben reservarse para los concursos a cargos o empleos. 3) Supresión de los cursos oficiales dados por los profesores. Estos podrían, si quisieran, dar cursos de conferencias sobre temas especiales estudiados por ellos, pero no sería obligatorio, para los estudiantes, frecuentarlos, y no darían, como se ha dicho, ocasión a exámenes”.
Palabras más, palabras menos, Papini proponía la abolición de las clases en las universidades y ensayar así una nueva forma de relación con el saber. Según Papini, el profesor no detenta el conocimiento y el estudiante no es ya un cerebro vacío que, cual estación de autoservicio, espera su turno para ser llenado con fechas, fórmulas y nombres; información inconexa con la vida misma. Es más, el estudiante dejará ya de ir a la universidad con el fin de buscar un certificado que le permita conseguir un cupo en el mercado de trabajo. Las destrezas para el trabajo debe obtenerlas en el trabajo mismo, empresas, fábricas, hospitales, lugares donde deben abrirse espacios para la formación de sus futuros empleados. La universidad, según el escritor italiano, debe estar para otra cosa: para la creación del saber, para la discusión universal; una nueva academia platónica.
Imaginen el ceño fruncido de los académicos que oían las palabras de Papini en 1919. Imaginen los ceños fruncidos de los profesores universitarios de hoy día que dirán: “Eso es una locura. ¿Y si no damos clase entonces qué haremos?”. Creo que las palabras finales de Papini hicieron sudar a los catedráticos de Turín, mientras se reacomodaban en sus sillas y jugaban intranquilos con sus lentes de aumento:
“Lo importante, para mí, es que la Universidad no sea, como hoy, una manufactura estatal de candidatos al atontamiento o al empleo, donde, con el pretexto de la ciencia cumplida, se obliga a las desgraciadas víctimas a engullir demasiadas y demasiado inútiles cosas; donde predominan las enseñanzas más idiotas y mortificantes, por su apariencia de exactitud y de seriedad, sobre las más formativas y excitantes; donde los profesores más doctos creen haber cumplido con todo su deber cuando han fragmentado en cincuenta porciones un amasijo de noticias que el estudiante, apenas el examen le libera, no puede hacer mejor cosa que olvidar; donde la cansada y vil vejez se venga del espíritu de la juventud con la complicidad del santo reglamento”.
¿Una universidad donde no se dé clases? Esa sí es una verdadera revolución universitaria...
Te doy toda la razón, lo mismo ocurre en mi país con las universidades. interesante análisis de las universidades de venezuela.
ResponderBorrarSaludos
Eso si que me encantaría, imagínate: pasar del aburrido pupitre a la investigación in situ ! más de un profesor se quedaría en casa sin saber que hacer, porque lo único que ahora hacer algunos, es mover influencias para ganar un concurso y después "como vaya viniendo, vamos viendo"
ResponderBorrar