16 febrero, 2007

Las fábulas de Esopo


Esopo Montiel, en su ardiente Saladillo, tenía por costumbre alargar las conversaciones hasta que sus oyentes, ya cansados, abandonaban el lugar de tanto oír exageradas e interminables historias. Esopo terminaba siempre hablando solo hasta que el sol, al amanecer, comenzaba a salir nuevamente a realizar su trabajo de hacer sudar hasta las piedras.
Nadie se atrevía a preguntarle a Esopo, al encontrarlo en la calle, acerca de su vida o de su salud porque las consecuencias eran previsibles: perder el día.

-¡Vergación, Esopo! Hoy andáis demacrado...
-Ni te imagináis lo que me pasó, Ovidio. Ayer al regresar a la casa encontré algo espantoso...

Y el cuento de Esopo Montiel era como una vaguada que iniciaba con una pequeña bola de lodo y terminaba, ya avanzadas las horas, en una extenuante avalancha de palabras.
Ya los paisanos de Esopo estaban hartos de su “lenguaje florido”, frase que le oyeron decir al doctor del barrio, quien tuvo que prohibir las consultas a Montiel porque estaba perdiendo clientela al dedicar todo el día al único paciente:

-¿Y qué siente, Esopo?
-Déjeme contarle, doctor...

Y la luna comenzaba a reflejarse en el lago cuando Esopo salía, sin récipe, de su consulta médica.
En El Saladillo, al ver a Esopo Montiel caminar por las coloridas calles, las personas inmediatamente corrían a simular estar muy ocupadas; y si los ojos de Esopo se topaban con alguien, esa persona no abría la boca, sólo daba un pequeño saludo con la mano y seguía en su fingida ocupación.
Una mañana ocurrió algo inusual. Esopo Montiel caminaba desconsolado, como de costumbre, y logró ver a un niño a la sombra de una mata de mango. Una amplia sonrisa le gritaba desde la mata para que se acercara.
Al llegar al niño, Esopo oyó algo que lo dejó desconcertado:

-Esopo, contame un cuento.

Desde ese momento Esopo Montiel entendió que el asombro y la curiosidad son aún bienes de la humanidad, resguardados en las pequeñas mentes de los niños. Al pasar los años, la frase “¿por qué?”, que adorna la boca de los infantes, desaparece en la edad adulta. Mañana tras mañana, se sumaban más niños debajo de la mata de mango a oír las fábulas de Esopo. Boquiabiertos, los adultos al ver aquel jolgorio alrededor de Esopo, sentían en el fondo de su espíritu una chispa que recordaban haber tenido alguna vez...

1 comentario:

  1. Esta es una ternura de Post, y los escritores debemos tener algo de Esopo.

    Un abrazo!

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