Ricardo Bello
Un buen ejemplo de lo que ocurría en la época cuando José Napoleón Oropeza dirigía los destinos del Ateneo de Valencia eran las Bienales de Literatura. Fui invitado a participar como jurado en la última Bienal, conjuntamente con otros dos escritores -Antonio López Ortega y Carlos Pacheco- y premiamos en aquella oportunidad al esfuerzo de Diego Rojas Ajmad: Mundos de tinta y papel, una revisión del rol de los libros en la conformación de nuestra identidad nacional en la era colonial.
Su estudio ha sido editado por la Universidad Simón Bolívar y logra introducirnos, sin pedanterías ni aburrimiento, en el problema de la formación de las identidades políticas. La pregunta que atraviesa su libro es simple: ¿cómo la sociedad deviene nación? Me encanta recordar a Briceño Guerrero, cuando afirmó en 1983, en plena celebración del bicentenario del natalicio del Libertador, que él no había pasado su vida estudiando en vano para seguir creyendo que Venezuela era una nación. Las naciones surgen fruto del consenso en torno a una idea o visión y la nuestra, afirmaba Briceño, se creó en las antípodas, en la conformación de una identidad política contraria al pensamiento de Bolívar. José Manuel Briceño había sido seleccionado por las distintas Academias para dar el discurso de orden en una sesión solemne, a la cual acudió el entonces Ministro de Educación, nombrado por Luis Herrera Campins, un Presidente honesto como pocos y sensible a los temas de la cultura y el pensamiento. El Ministro, al escuchar las palabras del historiador, se levantó airadamente y antes de irse, le dijo: "Mire, no lo meto preso porque entonces la gente va a querer leer su discurso y no le voy a dar ese privilegio." Briceño continuó y su texto fue publicado a los pocos días por Fidel Castro en el diario Gramma, tan sólo para llevarle la contraria al gobierno socialcristiano.
El libro de Rojas Ajmad tiene el atrevimiento de sugerirnos una tesis contraria a la de Briceño. Venezuela, argumenta, fue soñada a partir de autores y textos leídos con pasión y alevosía por la élite ilustrada a la cual pertenecía el Libertador. La cultura fue la era colonia fue exposición evidente de status, como hoy confiesan sin pudor su anacronismo político, los dueños de las Hummers. Al menos en la Colonia contábamos con clases dirigentes que leían y consideraban al libro como el pilar sobre el que descansaba el proyecto de nación. Ese proyecto fue el instrumento de una comunidad política que en sus inicios fue apenas una fantasía literaria, que iba adquiriendo forma en la imaginación de los blancos y ricos. Apenas el 1% de la población venezolana en los años previos a la Independencia, los nobles, criollos y peninsulares, podían jactarse realmente de poseer una biblioteca. El imaginario social vinculaba la pintura académica y a la literatura con la consolidación del poder de la Corona. Hasta que gente como Juan Germán Roscio y Bolívar se les ocurrió pensar que podía ser perfectamente lo contrario y empezaron a conspirar, a escribir libros y panfletos y a organizar las bibliotecas públicas en las cuales pudiera la población envenenarse con la política, transformando el uso de los libros en ejercicio de libertad. Tal como lo están haciendo ahora los estudiantes, tal como lo hicieron en los días previos a la Independencia. Venezuela pudiera algún día ser una nación, cohesionada por algo más que propaganda y odio: un sueño de justicia y reconciliación.
Tomado de: Notitarde.com (Valencia) 12 de noviembre de 2007.
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