18 septiembre, 2012

Las tramas del ayer: historia de las historias de la literatura venezolana



Se confunde comúnmente el término “literatura” con el de “obra literaria”. Sin embargo, y aunque suene paradójico, una comunidad, un territorio, puede exhibir varias obras literarias en su haber cultural y aún así carecer de una literatura que lo identifique. Una literatura es una construcción social, un sistema de obras hilvanadas por categorías comunes establecidas por las disciplinas que les dan soporte a los estudios literarios, de cuyas prácticas de valoración, comparación y registro surge lo que denominamos propiamente como literatura. La “Literatura” es una manera de entender, de organizar, de dar forma a la múltiple variedad de un conjunto de obras literarias.
Vista así, la Literatura no es la biblioteca que percibimos, sino la perenne tarea de los estudios literarios en establecer relaciones entre cada libro de esa biblioteca y entre esa biblioteca y otras aledañas. Para realizar esta labor, los estudios literarios se fundamentan en la clasificación de las obras por criterios de valor, de categorías generales y por juicios temporales. Es en este accionar que existe la posibilidad de entender lo literario como ciencia, como discurso organizador y lógico del hecho literario. Así, son tres las maneras de asediar el hecho literario: estableciendo los fundamentos que lo hacen ser obra de arte, valorando los méritos que permitan su clasificación y organizando temporalmente sus cambios y evoluciones. Para decirlo con otras palabras, la Teoría, la Crítica y la Historia son los ámbitos que conforman los estudios literarios.
Estas tres disciplinas no se desarrollan de manera independiente sino que superponen sus fines y resulta imposible la comprensión y el desarrollo de una de ellas sin la presencia de las otras. La Crítica literaria, por ejemplo, debe fundamentar sus juicios en elementos históricos y teóricos que le permita apreciar con mayor tino la obra a analizar. Una Teoría literaria que no asiente sus postulados en obras literarias concretas de seguro divagará en la configuración de esquemas y criterios. Una Historia literaria, por su parte, urge de escalas de valores y de principios ordenadores. Ya Wellek y Warren habían advertido de esta relación indisoluble: “Los métodos así designados no pueden utilizarse separadamente, que se implican mutuamente tan a fondo, que hacen inconcebible la teoría literaria sin la crítica o sin la historia, o la crítica sin la teoría y sin la historia, o la historia sin la teoría y sin la crítica”.
En nuestro país, por no hablar del ámbito hispanoamericano, la situación y desarrollo de estas tres disciplinas ha sido breve, leve y casi espasmódico. La teoría literaria no ha pasado de ser aventura intelectual de unos pocos; la crítica, ejercicio para la afrenta o la exaltación gratuita; la historia literaria ha devenido en inútil manual escolar digno de olvido. Ante este panorama, los estudios literarios exigen una revisión de sus fundamentos, que vuelva a la teoría, a la crítica y a la historia a su condición inicial de trenza imposible de desanudar.
En el caso específico de la historia literaria, esta tradición tiene en nuestro país ya más de cien años y hasta el momento no existe un balance de sus prácticas y de su oficio. No se ha realizado el recuento sosegado de las historias literarias escritas en nuestro país ni mucho menos se ha reflexionado acerca de sus aciertos y fallas.
De los tres ámbitos que conforman los estudios literarios, la teoría, la historia y la crítica, los dos primeros han tenido escaso o nulo desarrollo en nuestro país. El valorar las obras literarias ha sido práctica común, tal como lo demuestra el trabajo Bibliografía de la crítica literaria venezolana 1847-1977, realizado por Roberto Lovera De Sola (1982), en el cual se registran 1.749 textos de crítica literaria en un lapso de 130 años, ello sin contar los aparecidos en prensa y revistas, con lo cual este número seguramente se triplicaría. Sin embargo, la reflexión sobre los fundamentos de lo literario y la meditación sobre sus periodizaciones no ha encontrado en estas tierras sustento que la convierta en tradición. Evidencia de este desdén hacia lo teórico es el hecho de que bastan y sobran los dedos de una mano para contar los que han intentado desde Venezuela una teorización de la literatura: Beatriz González Stephan, Milagros Mata Gil y Víctor Bravo. No más.
El ejercicio historiográfico en Venezuela no ha corrido mejor suerte. Esta afirmación ha sido planteada también por Rafael Arráiz Lucca, quien en un libro de reciente publicación sentencia: “Las aproximaciones a la literatura venezolana con un propósito totalizante no abundan. Escasean, pues, los que de un solo envión examinan el devenir histórico de nuestras letras”. Desde 1906, año en el cual se inicia la historiografía literaria en Venezuela, hasta el presente, se han elaborado sólo seis trabajos que intentan organizar el corpus de la literatura de este país:

Año
Autor
Título
1906
Gonzalo Picón Febres
La literatura venezolana en el siglo diez y nueve
1940
Mariano Picón Salas
Formación y proceso de la literatura venezolana
1948
José Barrios Mora
Compendio histórico de la literatura venezolana
1952
Pedro Díaz Seijas
Historia y antología de la literatura venezolana
1969
José Ramón Medina
Cincuenta años de literatura venezolana
1973
Juan Liscano
Panorama de la literatura venezolana actual

Se han excluido de esta lista a José León Escalante, Ideas sobre el movimiento literario actual en Venezuela, de 1936; Manuel García Hernández, con su Literatura venezolana contemporánea, de 1945;  Arturo Úslar Pietri, Letras y hombres de Venezuela, de 1948; Mario Torrealba Lossi, Literatura venezolana, de 1954 y a Pedro Pablo Barnola, con Altorrelieve de la literatura venezolana, de 1970, por cuanto estas obras no constituyen historias orgánicas completas. Aunque en algunas antologías se mencionan a estas obras como “historias de la literatura venezolana”, en realidad son compilaciones de artículos publicados previamente en la prensa, dedicados a un trabajo exegético de autores y obras aislados y sin interés de búsqueda de orígenes y causas. El mismo Arturo Úslar Pietri, en la obra antes citada, dirá enfáticamente de su libro, afirmación que puede ser aplicada al resto de las obras mencionadas: “Están por eso lejos de ser una historia de la literatura venezolana. Para serlo les faltarían muchas cosas. Entre las más inexcusables: un recuento de la extensa y valiosa obra de los historiadores y ensayistas y un panorama de la poesía, sobre todo la de los últimos años, tan decidora y alta. A lo que más se acercan estas páginas es al esbozo de una cronología del espíritu venezolano, acompañada de una corta galería de siluetas de los hombres en quienes encarna con torturada vocación”.
Para el estado de nuestros estudios literarios, el sólo mostrar el corpus de nuestra historiografía literaria ya es un avance. Sin embargo, estamos conscientes de que con la sola recopilación no basta. El análisis y la búsqueda de vínculos y matices entre una historia y otra es una tarea por realizar. Aquí mostramos el mapa. En otro momento, y quizás otras personas, emprenderán este camino.

12 septiembre, 2012

Los caminos reales del estado Trujillo



“Un camino es como un hombre; la civilización, una red de caminos”
Isilio Rosales

Toda civilización, todo conglomerado humano, desde las pequeñas aldeas tribales hasta los grandes imperios tuvieron siempre la necesidad de construir vías que les sirvieran de sistema circulatorio para el comercio de bienes y la transferencia de ideas. De allí la importancia dada al camino como metáfora recurrente en antiguos textos como la Biblia, la Ilíada o la Odisea. Luego, con la enseñanza que deja la experiencia, el ser humano llegó a la conclusión evidente de que a mayores posibilidades de comunicación, mayor y mejor sería el desarrollo de una comunidad. La antigua Babilonia aprovechó, por ejemplo, la estratégica ubicación geográfica que le servía de lugar de encuentro de culturas orientales y occidentales, convirtiéndose así en la primera gran civilización del mundo. Es conocida también la importancia que dio el Imperio Romano a sus vías de comunicación, sustento mismo del Imperio, llegando hasta nuestros días la expresión “todos los caminos conducen a Roma”, como vestigio de tan formidable conjunción de contacto y poder. Los Imperios prehispánicos también sabían de la importancia de la comunicación y de su influencia en el desarrollo social. Cuéntase en algunos libros de historia, por ejemplo, de la exquisita e intrincada red de caminos de los aztecas y de los incas, que les permitía a sus emperadores tener servido pescado fresco en sus mesas, a pesar de la larga distancia que los separaba del mar. No gratuitamente el investigador canadiense Harold Innis, poco conocido en el ámbito hispánico, publicó en 1950 un libro titulado “Imperio y comunicación”, texto que abonaría el terreno para los futuros estudios sobre la comunicología y en el que intenta demostrar las relaciones entre la información y el desarrollo social de los pueblos.
Los indígenas prehispánicos, habitantes de las tierras que luego se llamarían Venezuela, no eran ajenos a estas ideas. Cuales telarañas sobre las sabanas, colinas y riscos, los caminos construidos por los indígenas ofrecían la posibilidad de nuevos horizontes, nuevos productos y nuevas ideas. Estos caminos, que luego servirían al español para la empresa conquistadora, serían dejados al olvido, presos del pasto y de la casi absoluta aniquilación por el transcurrir del tiempo.
Lamentablemente, en el ámbito venezolano el estudio de los sistemas de comunicación prehispánicos y coloniales son escasos, por no decir inexistentes. Algunas menciones existen, pero se restringen a lo anecdótico o a la simple referencia estadística.
Es por ello que este libro de Isilio Rosales, “Los caminos reales del Estado Trujillo”, viene a inaugurar una interesante temática para la investigación histórica. De una manera clara y al mismo tiempo con una rigurosidad documental, este libro de Rosales nos muestra la historia de las principales vías de comunicación del estado Trujillo construidas por los indígenas prehispánicos.
Simulando la voz y la admiración de los cronistas de indias, o la narración de los grandes científicos europeos del siglo XIX que visitaron estas tierras, el texto de Rosales nos va descubriendo, cual diario de viajes, la experiencia vivida por el autor en la búsqueda por los casi desaparecidos caminos reales del estado Trujillo. En ese ameno recorrido Rosales no solo nos ofrece una descripción física de los caminos; además, se preocupa por relatarnos la historia viva de los pueblos aledaños que crecían y aún permanecen en los márgenes de las vías.
Isilio Rosales, eminente educador trujillano, autor de varias obras sobre la historia regional, columnista de prensa y asiduo promotor cultural, nos enseña con este libro que un camino es algo más que una tierra hollada. Un camino, para decirlo con sus propias palabras, “es como un hombre”. Un camino es como un hombre por su perenne voluntad hacia el horizonte, por el eterno ímpetu dirigido hacia el progreso, por la persistente esperanza de realizarse en el contacto con otros seres humanos. El camino, símbolo material de la comunicación, ha puesto al ser humano en el tránsito de la evolución y el desarrollo. Cuando los humanos se juntan para construir sueños, se unen al mismo tiempo los caminos para conseguir lo imposible.
“Los caminos reales del estado Trujillo” constituye entonces un indispensable aporte al conocimiento de nuestro pasado y vale la pena por ello adentrarse en sus páginas.
Los invito.

(Prólogo al libro “Los caminos reales del estado Trujillo: historia de las antiguas vías de comunicación andinas”, de Isilio Rosales, editado en el 2009 por el Fondo Editorial de la Universidad de Guayana)

10 septiembre, 2012

El peor de todos los monstruos


El peor de todos los monstruos es aquel que no se ve. Con una maldad mayor que la de Drácula y un terror más escalofriante que el que pudiera producir la boca peluda y dentada del hombre lobo, el horrible ser que no logramos ver, pero que presentimos a nuestras espaldas, es el que hiela nuestro cuerpo hasta el infarto.
Por más que hayamos visto en nuestra infancia las sangrientas andanzas oníricas de Freddy Krueger o las pericias de Jason Voorhees con su sierra eléctrica sobre las extremidades de los adolescentes, ese terror era inmediatamente subsanado con un delicioso helado y uno que otro caramelo que lograra endulzar nuestro perturbado y temeroso ánimo; sin embargo, lo que no podíamos evadir y lo que convertía en pesadillas nuestras noches eran las invisibles figuras que habitaban debajo de la cama.
Ya desde la Antigüedad se le asignaba a la invisibilidad un carácter maligno, una verdadera aporía que conjugaba la inexistencia y ambigüedad de lo no visto con la existencia y posibilidad del hacer. Lo invisible es un contenido habitando un continente inexistente; un ser y no ser simultáneo. Quizás por ello no sea simple coincidencia el hecho de que Hades, el dios del inframundo griego, tenga por origen etimológico la expresión “el invisible”. Sólo el dios del mundo de los muertos podía albergar tamaña monstruosidad.
El ojo recorta, define, etiqueta. Más que ventana del alma, es el órgano que nos mantiene aferrados a la razón, cuadriculando y haciendo habitable el mundo. No gratuitamente la Filosofía surge de la “contemplación”, del “contemplum”, palabra que señala la tarima que estaba situada delante de los templos, desde la cual los oficiantes escrutaban el cielo para interpretar los designios de los dioses. Esta palabra, “contemplum”, tradujo la palabra griega “theoría”, entendiendo así el camino de la razón y el descubrimiento como un ejercicio de la mirada.
El ojo analiza, categoriza, es el símbolo de la omnipotencia si se incrusta en un triángulo radiante; es el que nos hace creer, según el decir de Santo Tomás. Lo que no vemos, lo invisible, es la esencia de lo irracional.
La invisibilidad nos aterroriza y tal vez esta sea la razón del desasosiego que produce la lectura de los cuentos “La casa tomada” de Julio Cortázar y “There are more things” de Jorge Luis Borges. Es el mismo desvelo que emana de la inquietante ausencia de Aquiles en la “Ilíada” y el perturbante no aparecer del animal asesino en la película “Tiburón”. En esos relatos una presencia invisible y todopoderosa invade la realidad sin llegar a saber nunca la víctima cuál es la contextura ni la forma de los “monstruos” que lo acechan.
El monstruo invisible, el más poderoso y aterrador de todos nuestros monstruos, habita el reino de lo irracional y nos señala, cual otra cara de la moneda, que lo impensable, lo que no es capaz de asir los ojos, o cualquier otro de nuestros sentidos, puede llegar a existir.
“Tonterías; ser es ser percibido, y como nada veo, nada es”, habría contestado Berkeley, quien al parecer anulaba sus monstruos con una mirada resuelta debajo de la cama antes de dormir.

07 septiembre, 2012

Big Bang



Yo, el de los adioses postergados,
el que nunca dice “hasta luego”
porque presiento
que a la vuelta de la esquina
tu mirada,
cual agujero negro,
desintegrará mis moléculas.

Me harías flotar en el espacio eternamente
sin forma ni rumbo fijo.

Sé que inevitablemente llegarás a mí algún día,
Big Bang de tus manos,
y desde ese instante,
por azar, caos o necesidad,
descansaremos juntos al séptimo día
a la sombra de nuestro universo recién estrenado.

03 septiembre, 2012

El discurso amoroso en “La pasión disimulada”



Si alguien en este pueblo no conoce el arte de amar,
lea este poema y, adoctrinado por su lectura, ame.
Ovidio, “El arte de amar”

Quizás una de las tareas más inútiles, por la ambigüedad y polisemia de sus conclusiones, sea la de teorizar acerca del amor. Ya en la Antigüedad lo habían intentado Platón y Ovidio, para quienes las pasiones del afecto no eran más que una suerte de perpetua y fatigante búsqueda del otro, idealizado, que nos complementa y nos hace uno con la belleza y la eternidad. Fue distinta la concepción del amor durante la Edad Media, tiempo en el cual lo religioso penetró las prácticas y representaciones de lo humano, sirviéndole de andamiaje para todo el pensar. Así, el amor medieval era visto a través de la búsqueda del ser divino, de la relación con la deidad, siendo San Agustín y Santo Tomás los promotores de esta forma de sentir y entender el amor. En los modernos tiempos de la mercancía, los viajes, el resurgimiento de la ciencia y el ensanchamiento del mundo, el amor fue relegado a las pasiones mundanas, a la faz oculta del hombre, compartiendo lugar con los sueños, las fantasías y las pasiones. El amor pasa a ser cuerpo, carne y necesidad que nos hace equiparar con los animales, cual instinto, pudiendo en consecuencia ser medido y percibido como una curiosa mezcla de sustancias químicas que produce nuestro organismo.
La historia del amor en Occidente puede entenderse entonces como un recorrido que va de la mente, con el amor idealizado de Platón; pasando al alma, con el amor teológico de San Agustín y refugiándose, finalmente, en el cuerpo, representado en el amor carnal del individuo, refugiado en las masas anónimas de las urbes. Tres formas de entender el amor.
Es posible encontrar en la literatura universal ejemplos de cada uno de estos discursos amorosos: Dante Alighieri, en “La vita nuova”, representa el amor idealizado; el amor teológico se muestra con los poemas de San Juan de la Cruz y Tirso de Molina, en “El burlador de Sevilla”, aporta con el personaje de Don Juan la visión del amor carnal.  
En el poemario “La pasión disimulada” (2010), de Carmen Rodríguez, se nos propone una visión integral del discurso amoroso en el cual se hace patente la tríada cuerpo-alma-mente en el objeto del deseo. “La pasión disimulada”, obra ganadora del Primer Concurso de Literatura “Stefania Mosca”, logra construir un discurso amoroso que puede filiarse en la tradición inaugurada por María Calcaño y Enriqueta Arvelo Larriva, en el cual el sujeto amoroso, la voz poética que canta al amado, se nos muestra ansioso, impaciente por llenar la ausencia del objeto que no termina de poseerse:

“Hoy me untaste mermelada en el corazón
Y la tarde se me tornó feliz
Pero al llegar a casa
Las hormigas me atacaron
Y me arrancaron tu voz”

El afecto en “La pasión disimulada”, decíamos, se hace voz por medio de un sujeto que perennemente canta la búsqueda de su objeto amoroso, procurando el uso de un discurso tricéfalo. El primer rostro del discurso amoroso en “La pasión disimulada” es el del “amor mente” que, como mencionamos, se evidencia en la idealización del amado, y se vuelve presencia eterna y asfixiante:

“El silencio te trae y me acobijas
Cierro los ojos y sigo viéndote
Esta confusión mental se me torna perpetua
Una condena que me hace desear la muerte
Te grito
Te echo fuera
Te lanzo el libro que me impides leer
Y al rato vuelves
Entras sin permiso, sin tocar puertas
Sólo para que sepa que estás
Y retorne mi tormento”

El segundo rostro del discurso es el del “amor alma”, en el cual el objeto del deseo se manifiesta como sostén, como soporte del sujeto que ama, ofreciéndole así una lógica de la fe que le da sentido a su existencia. En el amor alma, se existe porque se ama:  

“Me estoy cayendo porque nunca volverás a habitarme”

Para completar el discurso tricéfalo, el último rostro es el del “amor cuerpo”, cuya carnalidad exacerbada obvia toda atadura moral y termina siendo una simple y avasallante conjunción de cuerpos:

“Instauro por decreto mi nombre en tu boca,
En tu piel
Y en el tuétano de tu humanidad
Ahora defiéndete
Que estoy montada sobre ti metiéndote en mi ser”

Carmen Rodríguez, con “La pasión disimulada”, nos propone una relectura de la poesía amorosa venezolana, despojándola de llantos superfluos, de moralismos y lugares comunes. Una invitación para que, quien no conozca el arte de amar, lea este poemario y ame de una vez por todas. Este poemario, hecho con la verdadera voz de la poesía que, al decir de Rilke, no es más que la voz de lo más interno del ser humano, estará por siempre y en un lugar destacado en esa vasta y variada biblioteca que es nuestra literatura venezolana.